Pocos barrios de cualquier ciudad pueden vanagloriarse de haber encarnado en un animal la personificación y el simbolismo mítico necesarios como para que la sola mención de ese irracional, ya sea mamífero, acuático o volátil, evoque de inmediato a su espacio geográfico concreto y a todos sus habitantes.
Dícese que hubo una mujer, lechera de oficio y vallecana de nacimiento, que tenia en sus establos, además de vacas, un hermosísimo caballo. Era este, según los decires, aún más blanco que el líquido de las vacas, compitiendo su albura con la de la misma nieve esplendorosa de los más duros inviernos. Tenía además largas y fuertes crines de tacto sedoso y unas patas finas y musuculadas como las de un pura sangre, siendo la belleza de ese animal la más abundante fuente de envidia de todos los propietarios de caballos de los alrededores. Los cuales no paraban de refunfuñar ni de decir cosas entre dientes o en voz muy baja y secreta cada vez que veían ante sí la fina estampa del noble bruto. Y seguramente fueron ellos quienes propagaron el rumor de que la lechera, la cual era, según dicen , una real hembra, de carnes rozagantes y prietas y piel tan blanca como el alimento que vendía, se había enamorado tan perdidamente del caballo como para mantener relaciones carnales con él. Y no solo eso, si no que añade la imaginación popular que el sensacional suceso ocurrió junto a un pilón que había por entonces en los Altos de Arenal.
Añaden estas antiguas crónicas, que hubo un hijo de tal unión amorosa, exactamente igual que cuando Zeus se unía a alguna mortal hembra disfrazando su divinidad con apariencia de animal e, infaliblemente nacía un niño semidivino, entre mortal y dios, lo que suele ser conocido como héroe.
Se atribuyo a ese niño, nacido de caballo y mujer, la fundación y origen de Vallekas.
Dio en llamarse a los vallecanos “Hijos del caballo blanco”, y ellos que no solían tener abundantes conocimientos mitológicos, ni de los usos y costumbres de dioses o héroes paganos, entendían aquellos como un insulto, algo así como si la cosa quisiera decir “hijo de mala madre”, por lo que hubo, a cuenta de aquella lechera y de aquel caballo, buenas raciones de bofetadas y también algún que otro brillo de navajas.
Afortunadamente el tema ha ido perdiendo virulencia con el tiempo y los vallecanos de hoy, que conocen la leyenda, suelen evocarla con una grata sonrisa en los labios y tomándola por el valor que exactamente posee: el de ser un rasgo que contribuye a definir las señas de identidad y diferenciación de una determinada zona geográfica y de sus habitantes.
Pues es de señalar que el matiz insultante solo se daba cuando la evocación del caballo blanco provenía de un no-vallecano. Si las mismas palabras eran salidas de boca de un genuino hijo de Vallekas, todos sus convecinos las admitían con gesto de íntima complicidad, pues sabían que lo que con ellas se proclamaba era la pertenencia a un territorio, a un clan, a un tótem: el del Caballo Blanco, Vallekas.
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